En el Nombre de Allah, el más Clemente, el Misericordioso
El Islam, tan cerca que no lo veía.
Nací en la ciudad de Bogotá, capital de Colombia, un 10 de Diciembre de 1970. Hijo de padre palestino y madre colombiana. Fui bautizado y nombrado Richard Yosef Carrión. Mi nombre fue escogido como solución al problema de la dificultad que significaba para mi madre la pronunciación de un nombre árabe, y al hecho de que a mi padre no le gustaban los nombres españoles.
Desde un comienzo fui enrolado en la religión Católica Apostólica y Romana, misma que practicaba mi señora madre con inmenso fervor. Hasta los quince años no tuve la más mínima idea de la religión que seguía mi padre, lo único de lo que estaba seguro era que él no era cristiano. Durante mi niñez había una vida muy activa en la comunidad palestina de Bogotá, fiestas, cenas y paseos fuera de la ciudad, pero nada que ver con el Islam. Al ir creciendo, mi círculo de amigos estaba cada vez más lejos de los árabes, al punto que en el colegio que estudié, de propiedad de los misioneros de la Consolata, no había nadie que compartiera mi origen.
Mi preadolescencia y adolescencia, hasta los quince años, fue como la de cualquier joven colombiano, aunque por estar en un colegio religioso y tener una madre rezandera, estaba sobre expuesto a las misas, penitencias, convivencias y demás actividades que realiza la iglesia y sus colegios. A los trece años, rezando en el altar de la iglesia del colegio, como acostumbraba hacerlo todos los días antes de entrar a clases, una sensación extraña recorrió mi ser, no encontraba sentido a lo que estaba haciendo, me pregunté por qué debía orar a una estatua, o pedir su intercesión, me invadió el horror frente al Cristo crucificado, ¿cómo un padre puede permitir que a su hijo le pase eso? ¿Qué culpa tenía Cristo de los pecados que todos los demás seres humanos cometimos y cometeríamos? ¿Qué sentido tiene la trinidad?... quede frío, me dije: “No puedes dudar, esos son misterios, son hechos que hay que aceptar”, pero mi ser no se calmó. Ese fue un momento decisivo en mi vida.
Asistía a todos los ritos que me imponían, pero no les encontraba el más mínimo sentido. Acompañaba a mi madre a sus auto-penitencias en la iglesia de Monserrate, en la cima de la montaña del mismo nombre, a unos 300 metros de altura sobre la ciudad de Bogotá. Todos los domingos subíamos a pie; sin embargo, el trato era que yo la acompañaba pero no entraba a la misa. Esto para mí se convirtió en una rutina de ejercicio y esparcimiento, que rico era el tamal y el chocolate del desayuno en Monserrate.
Un día me llené de valor y fui a hablar con el rector del colegio: “Padre, necesito su ayuda”, le dije; “Dime hijo, ¿qué sucede?”, respondió. Le expuse todas mis dudas, pero la única respuesta que obtuve fue: “Los misterios de la fe deben ser tomados como tales, debes hacer mucha oración y penitencia para aliviar tu corazón”. Así que comencé a rezar, a leer la Biblia, hacer rosarios, pero nada. En una ocasión coloqué la Biblia a lado de mi cama, levanté mis manos al cielo y dije: “Oh, tú Dios, el Único, guíame, calma mi corazón”. En ese momento sentí calma, pero todavía faltaba tiempo para mi encuentro con el Islam.
Unos vecinos míos se volvieron testigos de Jehová, así que comenzaron a darnos revistas y charlas en la casa acerca de su religión; estuve a punto de ceder, pero no estaba del todo convencido. Un año más tarde, al llegar una noche a mi casa, sucedió algo que cambió totalmente el rumbo de mi vida: vi a mi padre inclinándose y postrándose; me acerqué a él para preguntarle qué estaba haciendo, pero no me respondió. Me dirigí a la cocina y le pregunté a mi madre qué hacia mi papá, me dijo: “No sé, dizque está rezando”. Nunca en mi vida había visto tales movimientos, tal solemnidad, me impresionó.
Al terminar su oración me acerqué a él y le pregunté sobre lo que estaba haciendo, me respondió con toda tranquilidad: “Estaba rezando”. Así comenzó a explicarme su religión, sobre la unidad de Dios, quién era el profeta Muhammad (sal lal lahu alaihi wa sal lam). Inmediatamente supe que esa era la respuesta que estaba buscando a mis dudas. Me dijo: “¿Quieres aprender?”, le dije que sí; así que al siguiente día me llevó a la mezquita y allí otros jóvenes comenzaron a enseñarme. Me dieron un libro sobre la ablución y la oración. Aprendí y comencé a asistir a las oraciones que podía y nunca fallaba a la del viernes.
Mis amigos y compañeros se sorprendieron del cambio que tuve, pues ya no bebía más licor, y durante un mes no me vieron comer durante el receso ni cuando nos juntábamos luego de clase. Les expliqué lo que había hecho: “Me volví musulmán, beber licor es pecado y no como porque estoy ayunado”.
Tenía quince años en el momento de mi encuentro con el Islam, y hoy, luego de veintidós años de mi conversión, no me arrepiento ni un instante. Allah me bendijo con la oportunidad de estudiar en la ciudad de su profeta SAW idioma árabe y jurisprudencia islámica (shari’ah), me dio la oportunidad de enseñarle a otras personas lo que había aprendido, fui profesor de la materia de religión en colegios de las comunidades islámicas en Colombia, Venezuela y Panamá. Traduje una serie de artículos, sermones y libros al español, me casé con una musulmana libanesa, y felizmente tenemos una familia con tres hijos, una niña y dos varones.