Cómo me convertí al Islam.
Bismilláhi Rahmáni Rahím.
Esta es la historia de cómo conocí el Islam, y de qué cosas ví en él que me hicieron sentir que había hallado el mejor de los caminos.
La primera vez que leí sobre el Profeta, su historia pasó completamente inadvertida a mis pensamientos entre las de otros personajes históricos. Pero con los años pude recordar claramente haber sentido un extraño anhelo de algo indefinido.
Mis padres eran ateos, gente culta e instruida que había vivido con preocupación y sensibilidad los acontecimientos políticos de su época, y las ya comunes y permanentes intervenciones de EE.UU. en Latinoamérica. Ellos me enseñaron una imagen crítica del cristianismo católico, al cuál veían, no sin razón, como una religión de blancos ricos que colaboró con innumerables regímenes dictatoriales, pero también tenían una posición escéptica sobre todas las religiones en general.
Mis padres respondían a todas mis preguntas sin mentirme, y ya a corta edad comenzaron a hablarme como a un adulto sobre cuestiones éticas, políticas o filosóficas que el resto de los padres de familia habría omitido como tema de conversación con sus hijos, y de esa manera me enfrentaron crudamente a los problemas de la realidad circundante. Con los años, llegué a comprender que fue esa crudeza la que me permitió entender al mundo y a la gente, y no ser un ignorante ahogado en los entretenimientos estériles, como hay tantos. Y comprendí que no enfrentar a los niños a la realidad es un crimen que engendra los peores males para la sociedad.
En sintonía con su manera de pensar, me inculcaron el amor por la lectura de temas científicos, históricos y políticos. En casa no había ningún libro de religión ni historietas de superhéroes. Mis primeras lecturas fueron sobre paleontología e historia, a través de una colección de revistas para chicos que exponía la historia universal en forma de historietas, llamada “Érase una vez el Hombre….”, desde la aparición de los dinosaurios hasta la era moderna. El fascículo 6 se llamaba “Las Conquistas del Islam”, y yo leí allí, a la edad de 7 u 8 años, una breve reseña sobre la vida del Profeta que quedó en mi memoria para siempre, junto con un comentario de Lamartine sobre la grandeza de Muhámmed.
Pero en adelante, todos mis intereses se concentraron fundamentalmente en leer sobre disciplinas de la ciencia no contempladas por la religión, como astronomía y relatividad, mecánica cuántica, paleontología, evolucionismo, etc.
No fue sino hasta que tuve unos 16 años que volví a tener contacto con la cultura de Oriente próximo, a través de una obra hermosa que sigo leyendo regularmente: “El Profeta”, de Jalil Yibrán. A través de este libro, me relacioné por primera vez con una visión de la vida religiosa no opresiva, que asocié inmediatamente con la cultura árabe, y que estaba muy en sintonía con las ideas humanistas sobre el ser humano y la sociedad que mi familia me enseñó. Pero por sobre todo, se me hizo evidente algo que siempre había sentido sin poder verbalizarlo: el profundo rechazo y repulsión que me provocaban la espiritualidad europea predominante en mi país.
No pasó mucho tiempo hasta que comencé a hurgar junto con algunos amigos en toda cultura y religión lejana y antigua: el budismo, el hinduismo, el esoterismo, la cultura y creencias de los aborígenes americanos, el rastafarismo, etc. Todas estas disciplinas me dejaron fuertes enseñanzas y convicciones que me fueron alejando progresivamente del ateísmo de mi educación, pero ninguna constituyó para mí una religión integral, entendida como una forma de vida. Sólo el Islam y el judaísmo permanecían desconocidos para mí.
Pasó mucho tiempo hasta que pude leer por primera vez una traducción del Sagrado Corán. Vivía solo en la ciudad de Córdoba, Argentina, y me hice socio de la de la Biblioteca Popular para sacar material de estudio para el colegio. Pregunté por una lista de libros que desde hacía tiempo quería leer y no conseguía, y entre ellos estaba el Corán. Era una traducción de un autor cristiano occidental, Hernandez Catá, previamente traducida del árabe al francés a mediados del 1700 y retraducida al español a principios del siglo XX. Contenía cantidad de imprecisiones, y algunos comentarios negativos del traductor. Recuerdo haber leído en uno de esos comentarios: “Mahoma combatió la idolatría, pero sembraba nuevos errores pues combatía la Trinidad “…
Cuando había leído un tercio del Corán, y a pesar de los comentarios negativos del traductor, luego de una vida de activa educación antirreligiosa, sin haber conocido jamás a un árabe ni a un musulmán, ni siquiera a un judío que pudiera haberme hablado sobre la unidad de Dios y la no-divinidad de Jesús, yo ya estaba firmemente convencido de que yo era musulmán, de que había encontrado la religión y el estilo de vida que yo quería seguir.