La existencia de Dios y el problema del mal
Una era de sensibilidad intensificada
Es natural y comprensible que el problema del mal sea amplificado entre aquellos particularmente sensibles: gente cuyos corazones empáticos sufren con las lágrimas de un niño, la debilidad de un anciano o el grito de dolor de una víctima. Sin embargo, consideremos cómo disfruta la persona promedio en estos tiempos modernos de lujos sin precedentes, permitidos por los avances tecnológicos. Consideremos también cómo los adelantos en la medicina han resultado en la prevención de muchas enfermedades, el control del dolor y el acceso para los discapacitados. A la vez que estos adelantos han beneficiado a la humanidad inmensamente, también han exacerbado nuestras sensibilidades y debilitado nuestra tolerancia al dolor y al sufrimiento. Es por ello que la mayoría de los fenómenos que los ateos utilizan para demostrar la virulencia del mal son crisis humanitarias que ocurren en naciones médica y tecnológicamente menos avanzadas, naciones donde la gente aún sufre de enfermedades y hambrunas que han sido mayormente erradicadas en Occidente.
El ascenso del ego
Luego de la Revolución Francesa, no solo terminó la era de los imperios, sino que las naciones centrales siguieron su camino y las filiaciones tribales y los lazos familiares fueron sacrificados en el altar del individuo. Una vez disipado el polvo de esta deconstrucción global de relaciones, lo único que permaneció firme fue el ego humano, ahora más monstruoso que nunca, ya que esta demolición de la sociedad dio lugar a las nuevas formas de individualismo que reinan. Naturalmente, cuando la gente deja de verse como parte de un colectivo más grande y considera sus propios intereses como primordiales, el sufrimiento y lucha de otros no genera empatía o solidaridad. En un ambiente que comienza y termina con “yo”, el mal ya no es un mero problema sino algo que lleva a un lento suicidio en un mundo sordo y despreocupado.
El engaño del hombre moderno
Los descubrimientos y avances de la era moderna han engañado a la gente, quienes asumen que pueden comprender todo en el universo, determinar con absoluta certeza qué existe y qué no, y subsecuentemente no dudar en negar que haya alguna sabiduría en muchos de los fenómenos que los rodean. En Tiempos Seculares, Charles Taylor describe con aptitud cómo la actitud de la sociedad occidental hacia el universo ha dado un giro antropocéntrico en estos tiempos. Dicho de otra manera, el ser secular se autopercibe como amo del universo y concluye que todo aquello que sus ojos no ven no existe, y que todo aquello que no reconoce como sabio es necio.
Desafiando la pregunta
Es lamentable ver a muchos teístas acorralados y cuando se trata del problema del mal, permitiendo que el ateo asuma el rol de interrogador en la conversación. En primer lugar, el vínculo entre la “existencia del mal” y la “existencia de Dios” jamás debe permanecer sin ser cuestionado. Estos son dos temas separados los cuales no se deben juntar. Muchos asumen que dado que hay mal en el mundo, Dios no debe estar al tanto de ello, o no le debe importar, o no puede eliminarlo. Ya que se entiende que Dios es Omnisciente, Misericordiosísimo y Omnipotente, se supone que la existencia del mal implica que Dios no debe existir. Sin embargo, incluso el mismo Richard Dawkins, el icónico padre del Nuevo Ateísmo, declara que simplemente imaginar que Dios es cruel es una solución plausible para ese planteo. Él escribe: “Pero, para una persona creyente más sofisticada, quien cree en algún tipo de inteligencia sobrenatural, es cosa de niños superar el problema del mal. Solo se debe postular un Dios malo –como el que acecha en cada página del Antiguo Testamento”. Ciertamente los monoteístas rechazarían esto con toda razón, pero no cambiaría el hecho de que esta hipótesis de Dawkins desacredita la falsa lógica descrita anteriormente. Básicamente, el problema del mal es de los ateos. Para los creyentes en Dios, la existencia del mal no supone problema alguno, ni los hace desesperar.
Los ateos que cuestionan la existencia del mal también revelan numerosas fallas en su cosmovisión. Primero, preguntar “por qué” implica que uno asume que debería haber una explicación, lo cual manifiesta la creencia subconsciente de toda la gente de que nuestras vidas tienen un sentido. De otra forma, todos nos abandonaríamos en un nihilismo indiferente al bien o al mal. Segundo, preguntar por qué existe el mal revela que nos vemos a nosotros mismos como criaturas morales, pero esa cualidad inmaterial no tiene lugar en la perspectiva atea de que sólo lo tangible es real. Tercero, hacer tal pregunta deja ver que uno percibe el mal como anormal y que el bien es la norma prevalente. Por lo tanto, antes de preguntar “¿por qué existe el mal?”, la gente justa y racional debería preguntar “¿por qué es importante el bien?”, “¿qué es el bien?”, y “¿por qué hay tanto bien?”.
Vale mucho más la pena cuestionarnos la existencia del bien, ya que luego de identificar el principio dominante podemos entender las excepciones a la regla. Las extraordinarias leyes de la física, la química, y la biología parecerían siempre incoherentes si comenzáramos a estudiarlas por las raras excepciones que se desvían de sus normas. De la misma forma, los ateos no podrán sobrepasar la “roca inamovible del mal” hasta que sean lo suficientemente humildes como para admitir que el mal es la excepción en un mundo de innumerables fenómenos que son buenos, ordenados y bellos. Comparar los períodos de enfermedad con los saludables en un período de tiempo promedio, o la cantidad de gente que tienen una discapacidad con la cantidad que no la tiene, o las veces en los que las arterias tienen un flujo normal con las veces que presenta coágulos, o las décadas de prosperidad con la ruina para la civilización promedio, o los siglos de tranquilidad contra las erupciones de los volcanes, o los miles de años sin colisiones entre planetas. ¿De dónde proviene todo este bien prevalente? La energía y la materia flotando en un mundo de caos y coincidencia nunca podrían producir un mundo en el que lo común es el bien. Irónicamente, el empirismo científico da testimonio de esto: la segunda ley de la termodinámica dice que la entropía total (el grado de desorden y azar) en un sistema aislado y sin influencia externa siempre se incrementa, y que ese proceso es irreversible. En otras palabras, las cosas organizadas siempre se romperán y se disiparán a menos que algo externo las mantenga juntas. Así, las fuerzas termodinámicas ciegas jamás podrían haber producido algo bueno por sí solas, ni hacer que el bien sea tan omnipresente como es sin un Creador que organice estos fenómenos, aparentemente caóticos y azarosos, en maravillosas cosas que conocemos como la belleza, la sabiduría, la felicidad y el amor. Solo luego de establecer que el bien es la norma podemos comenzar a comprender la excepción que es el mal.
Continúa...