Una semana después estaba haciendo preguntas en la Municipalidad de la Ciudad de Córdoba para ubicar una mezquita. Cuando llegué allí por primera vez, me atendió un señor muy huraño y desconfiado peguntándome qué quería. Le dije con todo descaro y convicción: “Hola… yo soy musulmán, y quiero aprender más sobre la religión”. El anciano no pareció muy convencido. Me trató con arrogancia, me preguntó cómo había conocido el Islam y opinó que lo que yo había leído no servía para nada. Luego me mandó a la Sociedad Árabe Musulmana de Córdoba. Allí comencé a concurrir al yumu’a, la oración comunitaria de los viernes.
Cuando yo me convertí al Islam, durante mucho tiempo lo hice convencido de que el Corán era algo así como un testamento del Profeta, por un error de traducción de mi libro, creo que en Surat an-nisá, donde decía: “El Corán es la palabra del Mensajero Fiel”, versículo que alude al ángel Yibril, pero que el autor creyó que aludía al mismo Profeta, a quien también se menciona como Mensajero. Por olvido o desidia de los viejos árabes que me recibieron allí, tampoco pronuncié mi testimonio de fe frente a dos testigos, como hasta un año después de considerarme musulmán y haber comenzado a practicar regularmente el salah.
Me resta hacer entonces un resumen de porqué lo elegí, y qué cosas me impresionaron del Islam.
Mi elección del Islam como la disciplina más amada se debe a la exquisita proporción con que contiene todo aquello que sé del mundo y que considero importante. El Islam es para mí como una espaciosa casa en el paraíso, en cuyos rincones convive todo lo bueno que he visto de este mundo, y una promesa razonable y cuerda de conocer qué hay más allá de mi muerte. Y, no soy nada original en esto, sentí al conocer el Islam que yo había sido siempre musulmán sin saberlo, y fueron pocas las cosas que debí cambiar para adaptar mis costumbres a él.
En el Islam vi concretadas la gran mayoría de las consignas morales sobre la organización de la sociedad, debates que en mi casa eran comunes y que ocuparon siempre un lugar preeminente en mi mente. En el Sagrado Corán y en los relatos del Profeta, encontré las mejores lecciones sobre ecología, psicología, y derechos humanos. George Bernard Shaw, escritor y pensador irlandés, dijo: “El derecho musulmán está 200 ó 300 años adelantado a Occidente”.
Y encontré también con agrado y sorpresa que los pueblos musulmanes conservaron con responsabilidad y rigor esas enseñanzas originales comprendieran o no su significado, de tal manera que tanto a través de historiadores occidentales como orientales es posible hacerse una idea real de las enseñanzas de un profeta que dio al mundo algo más que milagros, y de la historia de su comunidad en el mundo.
Me impresionó del Islam no sólo su respeto absoluto y riguroso por el monoteísmo, sino también su condena a la idolatría, la superstición y el oscurantismo. Durante años, había creído que las religiones eran una forma atrasada de cultura y tradiciones, en las que se tomaba por verdades toda clase de mitos y falsedades y se adoraba con cariño siniestros muñecos pintados a mano, a veces mutilados y torturados. Ver estas cosas me hizo cultivar una actitud sumamente “antirreligiosa”, que años después cuajó paradójicamente en una forma de vivir y pensar conocida como religión.